sábado, 13 de diciembre de 2008

Fundamentación de la desfundamentación

Según Kant, “mientras haya hombres habrá metafísica”, pues ésta es una parte ineliminable de la naturaleza humana. Lo que quiero expresar en este trabajo es mi convicción de que Kant estaba en lo cierto y de que, a mi entender, el pensamiento de este autor, en este aspecto, permanece insuperado; pienso que realmente no se puede ir más allá de Kant.
En primer lugar, creo que un aspecto importante en el que conviene ponernos de acuerdo es si el concepto de “humanidad” , entendido como el conjunto de los seres humanos pasados, presentes y futuros, tiene un valor que pueda determinar, aunque sea parcialmente, la orientación que le damos, o que planteemos darle en el futuro, a nuestros actos y decisiones. Si la humanidad no es un valor, algo por lo que merezca la pena sacrificar parte de nuestro egoísmo, entonces los planteamientos y valores pasan a ser individuales, de manera que cada individuo, de forma similar a como sucede en la jungla, tendrá que llegar a sus propios fundamentos, establecer su propia moral, convertirse en un “superhombre” individualista, y pensar sólo desde sí y para sí, y tanto lo anterior como lo porvenir tendrán un escaso valor (si es que alguno) a la hora de influir en sus decisiones. Este es el escenario que Nietzsche contempla, un escenario de individualidades, sin valores compartidos, sin ideales rectores, sin un proyecto conjunto, sin una humanidad con la que contar.
En cambio, si pensamos que la humanidad puede ser algo valorable, algo por lo que merece la pena planificar el futuro, en lo que pensar a la hora de tomar decisiones, algo que nos liga unos a otros y ante lo que tenemos cierta responsabilidad, entonces se hace necesario establecer ciertas pautas, diseñar normas, llegar a acuerdos y escuchar lo que los otros tienen que decir. Si la humanidad no tiene valor, nada me impide expoliar el planeta hasta dejarlo inhabitable, aprovecharme de los más débiles hasta impedir su propio desarrollo, demoler las obras del pasado impidiendo que otros futuros seres puedan disfrutar de ellas, etc. Si valoro la humanidad, entonces he de reconocer que lo que hay ahora no sólo está a mi disposición, sino también a la de muchos otros que están o que estarán. Si yo soy mi único fin no necesito metafísica, pues no tengo necesidad de fundamentar mis decisiones, ni de intentar explicar por qué las cosas son, ni de basar mis actos en entidades o valores insensibles sensorialmente, ni de todas aquellas cosas de las que se ocupa eso que llamamos “metafísica”, pues no necesito compartir ni explicar a nadie en qué me baso para actuar y decidir, simplemente actúo y decido y no me paro a pensar en qué y cómo puede repercutir lo que hago.
Si por el contrario, establecemos que la humanidad es algo que nos importa, algo que existe y en lo que existimos, entonces no queda más remedio que ponernos de acuerdo sobre cómo actuar para que nuestras decisiones no sólo nos beneficien y satisfagan a cada uno de nosotros, sino al conjunto de existentes presentes y futuros. Pero claro, algunas de esas decisiones tendremos que tomarlas basándonos en que unas formas de actuar son mejores que otras, en que unas decisiones benefician a mayor número que otras, y nos veremos inevitablemente obligados a establecer qué cosas son buenas para la humanidad y cuáles no, es decir, a valorar, a instaurar valores y a fundamentarlos. Necesitaremos para ello una base sobre la que empezar a edificar, y si no logramos encontrar esa base en nada empírico que pueda ser lo suficientemente sólido, tendremos que ser nosotros mismos los que decidamos qué principios, qué fundamentos establecemos intersubjetivamente.
Tales fundamentos serán siempre modificables, siempre minoritariamente cuestionados, nunca absolutamente definitivos y siempre indemostrables, pero de lo que no cabe duda es de que serán necesarios. Así, cuando Vattimo habla de “pensamiento débil”, de falta de fundamento, ¿en qué se fundamenta para ello?, es decir, ¿es lógicamente posible mantener la opinión de que no existe un fundamento sin fundar esa opinión en ningún fundamento? La postmodernidad nos dice que todos aquellos fundamentos fuertes en los que se apoyaban nuestras convicciones, creencias y esperanzas: Dios, Bien, Justicia, etc., ya no sirven, ya no fundamentan; pero yo creo que el problema no son los fundamentos sino la medida en que nosotros estamos dispuestos a creer en ellos, el modo en el que tomamos conciencia de nuestra creación-dependencia de los mismos. Nietzsche no mata a Dios, porque Dios nunca ha existido, y lo que no es no puede dejar de ser; lo que hace es explicar por qué Dios ya no le convence, por qué antes sí servía de fundamento y ahora no. O sea, no es que Dios antes existiera y en virtud de ello los hombres basaran su actuación en él y explicaran sus interrogantes mediante la intervención de Dios, sino que sin existir Dios, la idea de Dios, una idea creada por el hombre, les era necesaria como fundamento de su existir. La falta de un fundamento, como el que anuncian los postmodernos, siempre ha existido, si por fundamento entendemos algo físicamente presente, inalterable, eterno, etc., es decir, no es que todo eso haya dejado de existir ahora, sino que ahora no nos convence. Esto demuestra que antes, ahora y siempre, hemos sido nosotros los creadores de valores, de fundamentos que han ido evolucionando conforme hemos ido progresando intelectualmente.
La denominación “pensamiento débil” me parece inapropiada por la connotación peyorativa que comporta; con ella se da a entender que ese pensamiento es quebradizo, que apenas tiene fuerza para cumplir su misión cuando, en realidad, no es ni más ni menos fuerte que cualquier otro pensamiento de cualquier otra época. Somos nosotros mismos los que pensamos, los que depositamos más o menos confianza en nuestras convicciones y, a veces, tengo la impresión, al leer a Vattimo, de que el pensamiento va por un lado y nosotros por otro, y que no encontramos en ese pensamiento independiente el apoyo que esperamos. Si nuestro pensamiento es débil es porque no nos decidimos a considerarlo fuerte. Un motivo de ello puede ser que los fundamentos anteriores, al concebirlos como impuestos desde fuera, los contempláramos como revestidos de una autoridad y un poder sobrehumano, como algo que, de no respetarse, traería consecuencias nefastas en forma de desgracias y castigos.
Ahora esto es menos evidente, al estar convencidos de la absoluta inexistencia de esas entidades, pero el riesgo de no considerarlos como determinantes es, tal vez, mayor. Occidente, y su pensamiento débil, tiene frente a sí el desafío del fundamentalismo, del pensamiento fuerte que permanece intacto en numerosos países orientales. Estos países permanecen fieles a todos aquellos fundamentos que nosotros hemos ido abandonando por el camino, y muchos de sus habitantes están dispuestos a inmolarse en nombre de esos valores, mientras que nosotros apenas estaríamos dispuestos a apostar por los pocos que nos quedan. Este desafío del fundamentalismo oriental no se puede solucionar recurriendo a la superioridad armamentística porque, además de ser una medida inmoral y brutal, esos países también están comenzando a disponer de armamento atómico y, por otra parte, una hecatombe nuclear les proporcionaría el acceso directo al paraíso, un paraíso ultraterreno que nosotros ya hemos descartado. Sólo estando convencidos de la solidez de nuestros valores, de la necesidad de la democracia, de la igualdad de sexos, de la libertad de culto, etc., conseguiremos mantenernos firmes ante ese emergente fundamentalismo. Esto no quiere decir que para ello sea necesario volver al pensamiento dogmático, a la asunción sin digestión, sino sólo que se impone una revalorización de aquello que posibilita la convivencia en igualdad y libertad. El fundamento en el que basemos esta revalorización será producto nuestro y, por tanto, imperfecto, mejorable, modificable, etc., pero al ser nuestro de nosotros depende fortalecerlo.
Durante mucho tiempo se pensó que existía el éter, el calórico, el flogismo, y otros muchos conceptos que servían para explicar fenómenos que de otra manera no se podían comprender, y el descubrimiento de que no era así, de que realmente no existían, no condujo al fin de la ciencia, sino a su fortalecimiento, a su búsqueda de otras explicaciones, de otros fundamentos mejores, pero nunca al abandono sistemático de fundamento. ¿Por qué, entonces, el descubrimiento de que Dios no fundamenta, de que los tradicionales valores ya no valen, tendría que conducir al fin de la metafísica? Cualquier fundamento en el que pensemos con relación a nuestro modo de actuar, creer, pensar, decidir, etc., es necesariamente metafísico, porque si fuera físico de él se encargaría la ciencia; pero si hay algo que caracteriza a la metafísica es precisamente el ocuparse de aquello que está más allá de lo físico, más allá de lo empírico, entendiendo por “empírico” aquello que inmediata o mediatamente es objeto de una experiencia sensible. Otro rasgo de la metafísica es su carácter de ultimidad; las “últimas cuestiones” humanas versan sobre el ser, el valor, etc., y toda posible respuesta a estas cuestiones es metafísica, es decir, irá más allá del fenómeno en sí, y esto es así porque la mente humana está diseñada de tal manera que, aunque nos explicaran físicamente, incluso por medio de formulas matemáticas, cómo funciona algún aspecto crucial de nuestro comportamiento, de nuestra alma, seguiríamos preguntando por qué, y ese por qué sólo puede intentar ser satisfecho metafísicamente.
Para Collingwood, la metafísica es la ciencia que trae a la luz y analiza las últimas presuposiciones que están implícitas en nuestro conocimiento ordinario y científico, y la tarea de la metafísica es hacer explícitas esas presuposiciones que se nos dan como implícitas, y llevar a cabo su análisis. Así, lo que diferencia a la metafísica del resto de las ciencias no es su método, sino su objeto; la metafísica es la ciencia de las presuposiciones últimas, una ciencia de ultimidades, mientras que el resto de las ciencias se ocupan de proximidades sin tocar los últimos fundamentos.
Aunque Platón es anterior al concepto de “metafísica”, es claro que su pensamiento es manifiestamente metafísico, pues en su Teoría de las Ideas postula la existencia de entidades inmateriales, eternas, inmutables, etc., que vendrían a ser los ejemplares arquetípicos en los que, por imitación o participación, se basa todo el mundo fenoménico. Sin entrar a fondo en esta cuestión, lo que me gustaría destacar es que, en la base del platonismo, subsiste en interés por encontrar un fundamento que permita construir una polis organizada y prospera, es decir, el pensamiento de Platón es marcadamente social, y es en función de ese interés por fundamentar un conocimiento suficientemente sólido, el que Platón postule la existencia de entidades inamovibles, inmodificables, metafísicas. Sócrates y Platón tuvieron que lidiar con los pregoneros de “la falta de fundamento” de su época, los sofistas, para los cuales lo importante era convencer, aparentar que se sabía, pues como el hombre era la medida de todas las cosas, como el conocimiento no se podía fundamentar en nada estable y como cada uno tenía razones igualmente válidas para sostener su opinión, aquel que mejor supiera venderlas por medio de un magistral empleo de la retorica, lograría poder y riqueza.
Platón vio que, si no había forma de fundamentar el conocimiento, y a partir de él la sociedad y la vida de los hombres, en algo que los sentidos pudieran mostrarnos, algo que, además, no debería cambiar de un hombre a otro, ni de una época a otra, entonces era necesario, en aras de conseguir una convivencia feliz, inventar, formular mentalmente ciertos principios y valores ideales, metafísicos, que sirvieran como objetivos, como metas que nos guiasen, aunque jamás llegásemos a alcanzar. Postulando esos principios, confiriéndoles el carácter de supremos y diseñando una paideia adecuada por medio de la cual hacer comprender la necesidad de ciertos criterios y valores, Platón (mejor o peor) intentaba escapar del relativismo derivado de la falta de fundamento. Si no existe fundamento, creémoslo, puesto que no es posible vivir en sociedad sin él.
En la actualidad la difusión de esta idea, la de la falta de fundamentos fuertes, la del fin de la metafísica, está consiguiendo que nada llegue a convencernos, que todo sea transitorio, que sólo merezca la pena relativamente. De esta mentalidad también es responsable aquello que Weber llamaba “el desencanto del mundo”, el desmenuzamiento científico de todo misterio, de toda ilusión, de toda magia. La ciencia explica el cómo de todo, o de casi todo, pero sigue sin poder explicar el por qué. Así, por ejemplo, explica cómo el mercurio contamina el agua de los ríos y hace que la vida desaparezca de ellos; explica cómo podríamos evitar que esto ocurriera, pero no me da razones de por qué debería evitarlo, y si lo intenta, si expone los motivos para no contaminar los ríos, tiene necesariamente que recurrir a razones metafísicas, porque la moral y la ética son entidades metafísicas, y así la ciencia aludiría, posiblemente, al Bien común, a la preservación de la vida, etc.
Aristóteles pensaba que era necesario poner un límite a la causación porque si no nos perderíamos en una infinita secuencia de causaciones y explicaciones, de manera que para evitar ese retorno al infinito se había de suponer que existían ciertos principios incausados e indemostrables, los “primeros principios”. Algo similar es lo que yo pienso que habría que hacer a la hora de fundamentar nuestro pensamiento, porque si buscamos la fundamentación de cada fundamento y así sucesivamente, nunca tendremos todas las respuestas; habrá que establecer uno valores primeros o finales, según se mire, que tendremos que respetar por convención, porque no son útiles para el fin que buscamos, suponiendo que decidamos que hay un fin a lograr, porque como ya he dicho antes, si no hay objetivo no es necesario fundamentar nada, sino sólo dejarse llevar.
La metafísica es la ciencia más elevada precisamente porque no está vinculada con las necesidades materiales. No es una ciencia que se proponga satisfacer objetivos empíricos, no responde a necesidades materiales sino espirituales, a aquellas necesidades que surgen después de haber satisfecho las necesidades físicas, a la pura necesidad de saber y conocer lo verdadero, la necesidad radical de responder a los “porqués” y, en especial, al “porqué” último.
Ya Hume, nada menos que Hume, reconocía que hay “un rechazo absoluto de todos los razonamientos profundos o de todo lo que es comúnmente llamado “metafísica”. Por “razonamiento metafísico” Hume entiende aquel que es de alguna manera abstruso y exige bastante atención para poder ser comprendido, y reconoce que “todas las personas de pensamiento superficial son aptas para condenar incluso a aquellas de pensamiento sólido, como pensadores abstrusos, metafísicos y cultos”. Estimaba, sin embargo, que era preciso revalorizar la metafísica y considerar lo que puede ser razonablemente invocado en su favor; para Hume, los pensadores metafísicos se diferencian de los superficiales en que, mientras los segundos se quedan más acá de la verdad, los primeros tratan de ir más allá de la misma, son “mucho más raros y, puedo añadir, con mucho más útiles y valiosos”, pues un metafísico propone dificultades, ofrece pistas, da sugerencias y, en el peor de los casos, por lo menos dice algo nuevo y diferente, algo que no se oye en cualquier bar.
En un sentido amplio, podemos considerar que todos los grandes pensadores e incluso los grandes científicos han sido en algún momento de su desarrollo intelectual metafísicos, declarados o no, pues antes de materializar sus pensamientos han tenido que hacer abstracciones de los ya existentes, han tenido que suponer relaciones y entidades que materialmente no eran conocidas o sensiblemente detectables. ¿Qué es una hipótesis si no un planteamiento que estructura la posibilidad de algo en el “supuesto” de que otro “algo”, que ahora no tenemos en cuenta, existiese o actuase de determinada forma? ¿No era el éter metafísico?, ¿no era metafísica la fuerza rectora inmanente que Lamarck postulaba para explicar la evolución?, ¿no son metafísicas las teorías actuales acerca de “agujeros de gusano espacio-temporales”?, ¿acerca de partículas subatómicas “últimas”? Esto lo vio Quine al afirmar que “Una teoría científica se compromete con la existencia de determinadas entidades cuando las variables ligadas de esa teoría tienen que referirse a esas entidades para que las afirmaciones de esa teoría sean verdaderas”.
En la Edad Moderna, el hombre entrevé, por primera vez, la posibilidad no ya teórica, sino real y concreta, de un conocimiento científico exacto de las cosas; un conocimiento que no se queda en teorías abstractas, sino que se atiene siempre al control de la verificación de las experiencias, que se traduce en un dominio de los fenómenos del mundo. Este hecho pone inmediatamente en contingencia la confianza que el hombre tenía depositada en la metafísica, pues antes, al no tener posibilidad concreta de conocimiento científico real, la sed de saber que el hombre tiene le volvía una y otra vez a las construcciones metafísicas en busca de explicación. En este aspecto, para mí, Kant marca el cenit en la explicación de la relación entre metafísica y ciencia. Todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, pero no todo conocimiento procede de la misma. Así, el conocimiento a priori es aquel que no lo derivamos directamente de la experiencia, sino de una regla universal que sí es extraída de la experiencia. Un conocimiento puro a priori es un conocimiento válido en sí mismo y, además, universal y, para Kant, el saber metafísico tendrá como objeto los conceptos a priori de objetos en general, los cuales se referirán a la realidad empírica, pero no serán extraídos de ella.
Según Strawson, el objeto principal de la metafísica es la categoría de particular o individuo, y otro objeto considerado en conexión con la metafísica tiene sentido si está en conexión con el objeto básico. El objetivo principal de la filosofía analítica es el análisis conceptual. Este análisis se realiza principalmente mediante un análisis del uso de las palabras en un lenguaje. Este análisis debe llegar a una explicación sistemática de la estructura conceptual que la práctica cotidiana utiliza de un modo tácito e inconsciente. El análisis conceptual trata de hacer sabido lo consabido de un sistema conceptual por el que nos dirigimos al mundo. El sistema conceptual, que parece común a todo nuestro conocimiento, consta de los conceptos generales de explicación, demostración, prueba, conclusión, causa, suceso, hecho, propiedad, hipótesis, evidencia, teoría, etc., que son comunes en la vida ordinaria y científica. Todos estos conceptos forman un sistema pre-teórico, del que no conocemos los principios que lo rigen, y que el análisis conceptual debe hacer patente. Strawson cree que es sólo tarea del filósofo descubrir esos conceptos fundamentales comunes a todas las ciencias y a la vida diaria: “un matemático puede descubrir y probar nuevas verdades matemáticas sin poder decir cuáles son las características distintivas de la verdad matemática o de la prueba matemática”.[1] El análisis conceptual hace explícita la estructura conceptual pre-teórica del conocimiento humano.
Esta estructura conceptual tiene tres funciones: lógica, epistemológica y ontológica. La función lógica es una función judicial. Strawson cree que el uso fundamental de los conceptos se da en el juicio, que es la operación consciente por la que se afirma que algo es el caso. Puesto que pensar es esencialmente juzgar, el concepto tiene sentido sólo dentro de un juicio, esto es, dentro de una proposición, o mejor, los conceptos son juicios posibles. La función epistemológica trata de responder a la cuestión de cómo se llega desde el concepto a la formación de juicios sobre la realidad. La respuesta sigue al dictum kantiano: «los conceptos de lo real no pueden significar nada para el sujeto excepto en el caso de que se relacionen, directa o indirectamente, con experiencias posibles de lo real». Y si ahora consideramos la dualidad entre sujeto que juzga y la realidad objetiva sobre lo que se juzga, la función ontológica del sistema conceptual estriba en ser medio para el conocimiento de la realidad objetiva.
La función de la filosofía analítica es conectar la función lógica con las otras dos, a saber, la epistemológica y la ontológica. Para este propósito, Strawson establece con Kant la forma fundamental del juicio afirmativo: el poder de subsunción del concepto, por el que un caso particular queda bajo un concepto general. Esto nos permite acceder en la experiencia a diferentes casos particulares, distinguirlos y, a la vez, reconocerlos como semejantes por ser todos ellos casos aptos para la aplicación del mismo concepto. Y algo es un caso particular si queda individuado en nuestra experiencia mediante el espacio y el tiempo. De esta suerte, todos los particulares deberán ser casos espacio-temporales. De aquí esta conclusión de relevancia metafísica: los objetos espacio-temporales, los particulares o individuos, son los objetos fundamentales de referencia en la predicación. “En nuestros juicios básicos acerca de la realidad objetiva, parece que los individuos espacio-temporales serán de hecho los objetos de referencia o, como diría Quine, los elementos sobre los que se extienden nuestras variables de cuantificación”.[2] De aquí que creer en la existencia de un objeto sea sólo creer en lo que podemos tratar como objeto de referencia manteniendo el compromiso ontológico al mínimo.
Strawson distingue dos tareas de la metafísica: descriptiva y revisionista. La metafísica descriptiva se ocupa de una descripción de la estructura de nuestro pensamiento acerca del mundo. Por el contrario, la metafísica revisionista tiene la tarea de depurar y mejorar esa descripción de la estructura del pensamiento. La metafísica descriptiva mantiene estrechas relaciones con el análisis conceptual al compartir los mismos objetivos, si bien el método y la generalidad son algo diferentes. El análisis conceptual se cierne más en la analítica del uso de las palabras, método que limita su campo de aplicación. Por el contrario, la metafísica descriptiva sobrepasa esta limitación llegando a lo que ha sido en historia del pensamiento humano un instrumento de cambio conceptual, un medio receptivo de las nuevas direcciones del pensamiento. Aunque resulta improbable incrementar el número de verdades descubiertas por la metafísica descriptiva, sí cabe al menos redescubrirlas y repensarlas desde nuevos puntos de vista. Los contenidos perennes de la metafísica pueden ser los mismos, pero la forma de afrontarlos a buen seguro será distinta, pues “ningún filósofo comprende a sus antecesores hasta que ha repensado sus pensamientos en sus propios términos contemporáneos”. 6
La idea esencial de proyecto metafísico de Strawson es desarrollar una metafísica descriptiva, cuyo primordial y fundamental objeto es el análisis de los particulares, que se extienden a las categorías de cuerpos materiales y personas, que son los temas esenciales de la metafísica. El primer objeto esencial de la metafísica son los objetos materiales, que son los particulares básicos desde el punto de vista de la identificación material, ya que esta identificación requiere un sistema unificado de entidades espacio-temporales que perduran y son públicamente observables. Los objetos materiales son básicos por dos razones: 1) la identificación de estos particulares es independiente de la identificación de particulares pertenecientes a otra categoría, y 2) los particulares de otras categorías no pueden ser identificados sin referencia a los objetos materiales. El segundo objeto esencial de la metafísica son las personas. Persona, en sentido metafísico, es un concepto primitivo, anterior a los de mente y cuerpo. El concepto de mente es derivativo del de persona y no viceversa, y los estados de conciencia –como las propiedades físicas– son predicados no del cuerpo ni de la mente sino de una y la misma cosa, la persona. El carácter originario del concepto de persona explica por qué los estados mentales y las propiedades corporales se atribuyen a la misma unidad absoluta.
La llamada ontología hermenéutica -singularmente en su visión postmoderna (Vattimo sobre todo)- lleva a cabo una destrucción absoluta de la metafísica tradicional. Para ella el ser no es ya lo fijo, el ser estable e inmutable teorizado por la metafísica desde Parménides, sino que es pensado en términos de devenir, de radical finitud, de ineludible temporalidad, es decir, es pensado como acontecer, como historia. Historia que viene dada por la multiplicidad de interpretaciones (inagotable multiplicidad) a las cuales el ser da lugar en su condición de instancia histórica y mutable, radicalmente finita. A la sustitución del ser fijo y eterno propio de la metafísica tradicional por esta nueva concepción “débil” del ser la llama Vattimo “ontología del declinar”, o “de la proveniencia”. En el contexto de un mundo donde ya no se otorga credibilidad alguna a la distinción entre ser y apariencia, la ontología del declinar permite moverse en el cambiante y vital juego inagotable de la multiplicidad aparente, donde los “objetos” (las apariencias) han perdido ya toda substancialidad y fijeza que la metafísica tradicional les había conferido. Con ello ya no es posible hablar de estados de cosas existentes de modo efectivo (todo se reduce al libre y cambiante calidoscopio de la interpretación) y así se evita caer en la metafísica caracterizada ahora como pensamiento violento, esto es, que impone evidencias, instancias últimas ante las que es necesario guardar silencio. Nada de esto sucede en el Universo de la interpretación.
Para Derrida la metafísica se ha terminado, la filosofía que sobre ésta se modelaba se ha acabado, pero no es posible enunciar este fin porque enunciándolo se desmiente, ya que para enunciarlo es necesario utilizar el lenguaje de la metafísica y hacer una filosofía. Por tanto no existe superación, sino sólo una despedida infinita. Esta despedida toma la forma de una “deconstrucción” de la metafísica, no sólo de la interpretación de los textos que constituyen nuestra historia, sino de una interpretación deconstruyente. La desconstrucción es el procedimiento según el cual, a partir de los fragmentos de texto, palabras o frases, se deducen ciertas contraposiciones, contradicciones y dualidades y, por tanto, se procede a mostrar el tipo de dialéctica aporética a las cuales estas dualidades dan lugar, mostrando el remitirse recíproco de las determinaciones y la imposibilidad de concretar la una y la otra en una determinación. La estrategia de la deconstrucción atraviesa distintas fases, pero principalmente se trata de individualizar la “pareja conceptual” que da lugar a la aporía y, por tanto, se trata de deconstruirla en sentido propio, es decir, mostrar que siempre existe el privilegio histórico de uno de los dos opuestos. De esta manera, según Derrida, emerge un “nuevo concepto”, concepto de lo que ya no se deja comprender.
Ahora bien, si analizamos este planteamiento de Derrida, advertimos que en él se habla de contraposiciones, contradicciones y dualidades, pero para establecer que se da una dualidad es necesario identificar ambos términos de la misma, y para ello tendremos que mostrar cómo es cada uno y en qué difieren el uno del otro, tendremos que definirlos y esto nos llevará a emplear términos que muestren cualidades y propiedades que no siempre podemos remitir a un conocimiento empírico y, en consecuencia, no nos saldremos en ningún momento de la metafísica, pues, ¿cómo fundamento que hay una contradicción o una contraposición sin definir los términos de la misma?, y ¿cómo defino los términos de una contradicción sin recurrir a conceptos? ¿Cuál es ese “concepto que no se deja comprender”? En esta entelequia nos puede servir de ayuda Zubiri, para quien el saber aparece primero como un discernir, y ese saber-discernir distingue entre el parecer y el ser, en virtud de esa experiencia o sentido del ser que es la inteligencia. Pero el saber, además, es también definir, por lo tanto no sólo consiste en distinguir entre lo que es y lo que parece ser, sino que es averiguación de aquello en que consiste lo que es. El saber es conocer por qué la cosa examinada es como es.
En vista de todo lo expuesto, creo que la metafísica, la filosofía primera, es inherente al pensamiento y a la naturaleza del ser humano. Hay quien afirma que la Filosofía no sirve para nada, que no tiene una utilidad relativa a un fin, pero la Filosofía es algo tan esencial, tan necesario para el entendimiento humano, como volar para el pájaro o nadar para el pez. La Filosofía es constitutivamente necesaria a la razón humana, porque es esencial a ésta la búsqueda del todo, de lo integral, de lo completo, de lo absoluto; la tarea de la Filosofía consiste en buscar un fundamento para ese conjunto de meros fragmentos del saber que nos ofrecen las ciencias particulares, en buscar un ser o realidad fundamental que explique y justifique la esencia y la existencia del mundo.
Este ser fundamental no puede ser un dato, sino que tiene que ser justamente lo contrario: el eterno y esencial ausente, fundamento de lo presente. Por ello, el filósofo tiene que replegarse sobre sí mismo, buscar en sí mismo verdades que no necesitan ningún otro fundamento. La Filosofía es una ciencia sin suposiciones, tiene que constituirse como un sistema de verdades que sea construido sin admitir como fundamento de él ninguna verdad que no esté absolutamente probada; en este sentido, toda Filosofía es paradoja, porque se aparta de las opiniones naturales que usamos en nuestra vida, y porque considera como dudosas teoréticamente creencias elementalísimas que no nos parecen cuestionables. Ahora bien, una vez que el filósofo se ha replegado sobre aquellas poquísimas verdades que pueden ser aceptadas sin temor a equivocación, tiene que volver hacia el Universo, con el fin de abarcarlo íntegramente. Nuestro mundo está marcado por dos rasgos que parecen hacer superfluo el saber metafísico:
1) La celeridad con que se producen los cambios sociales más parece exigir leer la prensa diaria para orientarse en la vida, que dedicarse a un saber de lo universal y profundo.
2) Los saberes que se valoran son los saberes positivos, preocupados por los hechos y las leyes en las que se expresan las relaciones y regularidades de los hechos, porque son ellos los que permiten cumplir la máxima de Comte: "saber para prever, prever para proveer".
Sin embargo, precisamente por ello es necesario más que nunca un saber metafísico que, con cierta distancia serena de los cambios constantes, trate de llevar adelante las tareas que desde su origen le competen y que podríamos resumir en las siguientes:
· Intentar desentrañar los fines que los seres humanos podemos y debemos proponernos racionalmente.
· Tratar de alcanzar la dimensión de lo universal, rebasando la particularidad de las ciencias.
· Proveernos de un criterio para la crítica racional que nos ayude a disolver los dogmatismos.
· Tal criterio sólo se descubre mediante la reflexión, y la filosofía es un saber eminentemente reflexivo.
· Para ejercer su función crítica la filosofía intenta argumentar, es decir, aducir razones que los interlocutores puedan comprender y, a la corta o a la larga, aceptar.
· Las argumentaciones tienen que realizarse dentro de algún tipo de estructura sistemática, porque cualquier afirmación que hagamos presupone una estructura de relaciones, en virtud de las cuales resulta inteligible. La filosofía trata de ordenar las mediaciones racionales, sin las cuales toda afirmación sería abstracta, inmediata y dogmática, porque lo particular sólo se entiende en relación con un conjunto de condiciones que lo hacen posible y coherente.
· Esto proporciona un saber integrador de los distintos saberes tanto en el nivel del conocimiento como en el de la acción.

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